FLORENCIA AMARO afronta con entereza el parto de un texto. Es una madre responsable. Sobran más comentarios.
CONCEPCIÓN
Estoy embarazada. De tres palabras, ahora más, y un signo de puntuación. Espero para los 2.500 caracteres, quizás los 2.300, no lo puedo garantizar: la naturaleza es sabia pero no adivina. Pero tengo que confesar algo. No es mi hijo. Soy un vientre alquilado por alguna voz que viene del más allá. El trato me autoriza a tener ciertos derechos sobre el nuevo ser. Como elegir la forma de concebirlo. Entonces, cuando la voz habla recurro a mi lápiz mecánico 0.7 y una libreta rayada Papiros. Cuando la voz habla, como en plena emergencia fisiológica, corro a mis dos aliados. La voz habla, la escucho, y registro cada una de sus palabras.
Es muy romántico escribir a mano. El placer de sentir cómo se deliza suavemente el lápiz sobre la hoja. No tiene comparación. Cada verbo, adverbio y adjetivo es minuciosamente calculado. Cada signo es minuciosamente aplicado. El punto es el punto. Respiro y prosigo. La coma es el hambre de querer seguir sumando más aderezos al menú. Y el punto y aparte, es el añorado descanso de la mano y el lápiz. Pero la mente insiste, sigue hablando y termina por imponer una carrera contra reloj al resto del cuerpo. Es lo que tienen los partos naturales. Son lentos, dolorosos y asquerosos (mano manchada de grafito). Y en esa distracción, muchas veces lo único que escribo son copias empobrecidas de lo que habría sido el original perfecto. Probar otro método sería una condena a la inmortalidad ficticia, la de una velocidad que gana al puño del escritor, propia de la tecnología. A veces me deja sola.
El momento más frustrante para una madre es ilusionarse con el hijo que no va a llegar a nacer. Porque la idea puede ser inoportuna y llegar en el momento menos apropiado. Retengo cada expresión, trato de improvisar un poco con mi léxico, pero una madre sabe cuándo llega el final. Para el escritor, sentir morir una idea es sentir morir una creación. Los hijos son una creación. Mis escritos son mis hijos (mi familia es numerosa). Es como un embarazo que no llega a término, y despoja a los padres de toda ilusión; algún Pulitzer, tal vez. Me da miedo quedar estéril. Pero silencio, la voz se quiere callar, y me dice que no queda bien hablar de la muerte, cuando una nueva vida acaba de llegar.
martes, 22 de abril de 2008
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4 comentarios:
La comparación es interesantísima, aunque asumo que por momentos muy impactante. A lo mejor, es la personalidad del texto nacido la que genera este tipo de reflexiones. ¿Serán las palabras los elementos definitorios de la personalidad de un texto? ¿qué pasaría si en lugar de "Concepción" hubieses titulado con algo menos categórico como por ejemplo "El camino a la gloria"? Las palabras elegidas son la esencia del texto y esta fue una muy buena elección, te felicito.
¡Qué buena columna! Es una discusión eterna. Nadie es dueño de sus ideas. Todas las ideas, viajan y se repiten en el tiempo. Suceden ahora, en el pasado, y en el futuro. Un pensamiento que nos parece revelador ahora, puede ser arcaico para el ayer o innovador para el mañana. Sin embargo, pienso que las ideas se le pueden ocurrir a todos, el mérito está en cómo se transmiten y, por qué no, quién llega primero (aunque no estoy muy seguro de esto último porque si no, Sócrates tendría mucha ventaja sobre nosotros).
Humildemente (el mente es intencional) aporto y reflexiono: El círculo funesto
Funcionamos como recicladores de ideas, incluso sin darnos cuenta (ahí tenemos, Concepción, El círculo funesto –genial!-). Puede que lo que hagamos no sea más que escribir párrafos para una gran unidad. En definitiva, la diferencia está en la difusión que logremos. Muchos guardarán consigo esta analogía. Queda para el próximo que quiera enriquecerla. Y sí, escribir es “El camino a la gloria”, aunque Millás titulaba con una palabra :). Pero aclaro, no la gloria del Pulitzer, que pasa como un pequeño (gran) detalle, sino la del propio privilegio de “dar vida”, así sea a un texto. :)
Se ha echo cargo de su hijo. Un texto ejemplar. ¡Qué madraza!
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