lunes, 30 de junio de 2008
La culpa de la antiortografía de los shampoos
MARTÍN CAJAL rastrea y persigue las palabras, y las ideas. Y cuando agarra bocado, no suelta, aprieta la mandíbula. Para estos ejercicios a un buen escritor le sobra con un prospecto, con el etiquetado más vulgar, con las contraindicaciones de una medicina...
LA CULPA DE LA ANTIORTOGRAFÍA DE LOS SHAMPOOS
Hay varias formas de distraerse en el baño. Cuando se sabe que la exigencia durará más de quince minutos y no se tiene “una revista water”, recomiendo estirarse un poco y agarrar un shampoo. Estos magníficos potes tienen una detallada ficha técnica, modo de uso, precauciones y el listado cuantioso de ingredientes. Les aseguro que éstos lo inquietarán durante un largo rato. Mi abuela dejó el cadáver azul de un Sedal Hidraloe Shampoo 12 Oz, el cual disparó un sinfín de insólitas y prescindibles reflexiones necesarias para paliar el momento. Nunca entendí por qué nombran las sustancias del tal modo, qué les cuesta colocar un “Pérez”, o bien un anagrama de Pérez... Ah, no se puede. Pero aunque sea, la siempre eficaz, de apariencia técnica/seria y fácil mezcla de números y letras. No, pero para qué. Sí es cierto que hay que nominar las cosas, pero esa desprolija y antiortográfica unión de letras no aportan nada a quien se lava la cabeza, sólo a quien no tiene un pasquín a mano. Y los científicos que usan shampoo y pueden simular entender esa disposición caprichosa y compleja de letras son casi todos pelados. En las comidas también sucede lo mismo: primero se detallan los ingredientes conocidos por todos y después comienza la enumeración de palabras extraterrestres y decepcionantes.
En una tarde verano, le pregunté a un amigo, siempre entusiasta ante las cuestiones insólitas y enrevesadas: ¿cuál fue la primera vez que fuiste consciente de que tenías consciencia? Me miró con ojos de “internación urgente y tierna”. La primera vez que yo fui consciente de que tenía algo llamado consciencia fue hace 15 años. Tenía un hambre bestial, no estaban mis padres, no me avivé en dirigirme a la heladera y estaba en el baño. Recuerdo que agarré un pote de avena vacío y leí palabras nunca antes leídas o escuchadas. No puedo explicar lo que me atrajeron: imaginaba pasteles de colores extraños y sabores únicos. Y ahí fue la primera vez: decidí tomar por primera vez el teléfono (y ahí me dije: “Opa, yo también puedo agarrar un teléfono y llamar”) y marqué el número que decía en el tarro. Una señora me atendió y le pedí “Muesli Goji Sin Gluten Lima 300g”. La mujer me gritó un “eee”. Le repetí el pedido pero nada.
Cuando ya tenía quince años, en una tarde también de verano, me sorprendió mi querida abuela aullando, envuelta en una toalla verde, con el pelo artificial blanco y la cara espumante. Sus ojos se hallaban empañados de shampoo. Cuando el médico asistió, yo estuve revoloteando los frascos en el baño en busca del culpable. Regresé triunfal y el muy desenfadado dejó una receta ilegible que mi pobre abuela no podía leer y yo, con la vista despejada, tampoco. Mi abuela pensó que eran de esos acondicionadores que no lastiman los ojos y libre y despreocupada se lavó el pelo dejando caer la cascada. Todo por no leer los ingredientes, igual o peor de inciertos: water, Cetyl Alcohol, Cetyl Palmitate, Cetrimonuim Chloride, Dimethicone/ Tea Dodecylbenzenesulphonate, Gliceryl Stearate, Minaral Oil, France, Methylparaben Arginine, Aloe Vera Extract, Fomaldebyde, Citrict Acid.
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2 comentarios:
La culpa es de los shampoos y mil productos más. La cosmética (con sus cremitas y panaceas) es detestable.
Excelente texto. El siguiente paso es corregir los textos de los diarios digitales. Sí, ¡Muerte a los escritores bizarros!
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